A
la espera de que llegue a las librerías su ansiada Bajo
la sombra de las
piedras flotantes,
Kiko da Silva ha obsequiado a sus lectores, como una
especie de anticipo a cuenta, con una historieta
en la que homenajea a algunos de sus
maestros, y que ha titulado El infierno del
dibujante. Stendhal recomendaba entrar en
sociedad batiéndose en duelo, por aquello
de marcar territorio y agitar el cotarro; Kiko
da Silva no ha escatimado riesgos como autor al
hacer partícipes a sus lectores no de un tebeo
al uso sino de un experimento
metaliterario en toda regla.
Podía muy bien haber esperado a publicar primero
su novela gráfica, en construcción desde hace
cinco años, y servirles a
sus lectores más tarde, a modo de doble o nada, su propuesta
metacomiquera. Después de todo, el lector medio de tebeos no es muy
dado a los juegos metanarrativos, y entre la tortilla de mamá y una
deconstruída se queda (con cebolla o sin ella: ése es otro debate)
con la de toda la vida. Pues bien. Basta hojear El
infierno del dibujante para advertir que se
trata de un tebeo sobre tebeos. Ahí es nada. Manuel
Pardo, el protagonista de la obra, es un dibujante de tebeos que
padece una curiosa maldición: cada vez que crea un personaje otro
autor se le anticipa publicándola primero y
llevándose los laureles. Esto le sirve de pretexto a Kiko para
trufar el cuerpo de su historieta de muestras apócrifas del quehacer
de los autores que homenajea. Lo primero que se
le viene a la cabeza al
lector es que tiene entre manos
un audaz y misceláneo ejercicio de estilo, pero
el autor ha antepuesto a su obra, con oportunidad
y pillería, un prólogo de Miguelanxo Prado en
la que éste, muy pardianamente,
se adelanta al lector al
señalar que El
infierno del dibujante es, lo dicho, un
brillante ejercicio de estilo. Un ejercicio de
estilos, sería más exacto decir. Así
pues, como Miguelanxo ya deja
sentado en el prólogo lo del ejercicio de estilo, y
Carlos Portela hace lo propio en el epílogo,
puestos a evitar la maldición
que persigue a Manuel Pardo,
a saber, la de ser epígonos
de nosotros mismos, el lector
debe tratar de ir un poco más allá de
esa primera impresión que no vería en El
infierno del dibujante nada más (y nada
menos) que un brillante
cuaderno de ejercicios tebeísticos. El lector,
este lector, debe buscar
esa lectura personal que sólo podría hacer él. Vamos
allá.
Todo
lo que hacemos, lo queramos o no, se nos parece. La copia nunca es
perfecta; el margen de error, las diferencias idiosincráticas con
las que emulamos lo que los maestros han hecho con estupefacta
perfección, los juicios de valor inconscientes con los que filtramos
lo que nos llega de la tradición, constituyen nuestro sello
personal. De Bruguera a su admirado (y admirable) Miguelanxo Prado,
pasando por las merecidas calas en la escuelas francesa y argentina,
o clásicos contemporáneos como Germán García o Lewis Trodheim,
Kiko da Silva nos acompaña en una visita guiada por la historia de
la historieta en la que homenajea a algunos de los dibujantes que lleva en su ADN.
Hay que decir que en ese tour en el tiempo y en el espacio Kiko no se limita a reproducir los estilemas de los autores homenajeados. Kiko lleva a sus maestros (a la espera de la nueva voz que está ensayando en su novela gráfica) a su terreno, a saber, el de la crítica social, el sarcasmo, la escatología. Al contrario que el Pierre Menard borgiano (citado por Ángel de la Calle para adelantarse pardianamente a los críticos), que se impone el imposible de volver a escribir el Quijote, palabra por palabra, en pleno siglo XX, Kiko da Silva no pretende copiar literalmente a Ibáñez o a Bill Waterson. Las manos del Mortalelo dibujado por Kiko son y no son las que dibujaría Ibáñez; se parecen a las que hace Ibáñez, pero pasadas por el filtro de Kiko; el grosor de las líneas, los fondos, el aire que se respira en las viñetas tienen su sello personal. Eso sin entrar en los temas. La lectura que hace de todos los autores homenajeados es, digámoslo así, kikodasilviana. Lee con ellos nuestro presente o, más bien (por los años de gestación del tebeo: Zapatero y Bush mediante) nuestro pasado más reciente. Esto no deja de producir una cierta extrañeza en el lector. Al estar pegadas a la actualidad, las planchas en las que Kiko recrea a Mortadelo y Filemón o a Mafalda, por poner dos casos, el lector las atribuye directamente a Kiko da Silva y no a su personaje Manuel Pardo; parecen habérsele traspapelado de la carpeta donde guarda sus colaboraciones para El Jueves. Lo que se pierde en coherencia se gana en pegada periodística. Recrear las páginas que habría dibujado Manuel Pardo en los años 50, someterlas a los influjos culturales de la época y a las cortapisas de la censura, hubiera obligado a Kiko da Silva a un ejercicio de arqueología sin mayor interés para el lector común. Kiko se vale de un oportuno (y como todos ellos: cogido con alfileres) deux ex machina, a saber, la capacidad (o superpoder) de Manuel Pardo de vislumbrar el futuro y meter en sus tebeos cameos de personajes históricos décadas antes de que entren en escena y se conviertan en actores del presente. Como Manuel Pardo no llega nunca a profesionalizarse, el autor tampoco se ve en la tesitura de tener que recrear la vida cotidiana de los dibujantes en esa época, a la manera en que lo ha hecho Paco Roca en El invierno del dibujante, obra de la que hay, ya desde el título, alguna referencia (¿paródica?) en la obra que comentamos. La maldición que persigue a Manuel Pardo le veta ingresar en ese Camelot de los comiqueros de la época. Eso sí: en el futuro habrá que informar al lector, en didácticas notas al pie de página, de la condición de ministros felizmente cesados de algunos nombres que se citan en el texto y que ya hoy son historia y tenemos medio olvidados en la hemeroteca de nuestra memoria.
Portada de El infierno del dibujante.
Hay que decir que en ese tour en el tiempo y en el espacio Kiko no se limita a reproducir los estilemas de los autores homenajeados. Kiko lleva a sus maestros (a la espera de la nueva voz que está ensayando en su novela gráfica) a su terreno, a saber, el de la crítica social, el sarcasmo, la escatología. Al contrario que el Pierre Menard borgiano (citado por Ángel de la Calle para adelantarse pardianamente a los críticos), que se impone el imposible de volver a escribir el Quijote, palabra por palabra, en pleno siglo XX, Kiko da Silva no pretende copiar literalmente a Ibáñez o a Bill Waterson. Las manos del Mortalelo dibujado por Kiko son y no son las que dibujaría Ibáñez; se parecen a las que hace Ibáñez, pero pasadas por el filtro de Kiko; el grosor de las líneas, los fondos, el aire que se respira en las viñetas tienen su sello personal. Eso sin entrar en los temas. La lectura que hace de todos los autores homenajeados es, digámoslo así, kikodasilviana. Lee con ellos nuestro presente o, más bien (por los años de gestación del tebeo: Zapatero y Bush mediante) nuestro pasado más reciente. Esto no deja de producir una cierta extrañeza en el lector. Al estar pegadas a la actualidad, las planchas en las que Kiko recrea a Mortadelo y Filemón o a Mafalda, por poner dos casos, el lector las atribuye directamente a Kiko da Silva y no a su personaje Manuel Pardo; parecen habérsele traspapelado de la carpeta donde guarda sus colaboraciones para El Jueves. Lo que se pierde en coherencia se gana en pegada periodística. Recrear las páginas que habría dibujado Manuel Pardo en los años 50, someterlas a los influjos culturales de la época y a las cortapisas de la censura, hubiera obligado a Kiko da Silva a un ejercicio de arqueología sin mayor interés para el lector común. Kiko se vale de un oportuno (y como todos ellos: cogido con alfileres) deux ex machina, a saber, la capacidad (o superpoder) de Manuel Pardo de vislumbrar el futuro y meter en sus tebeos cameos de personajes históricos décadas antes de que entren en escena y se conviertan en actores del presente. Como Manuel Pardo no llega nunca a profesionalizarse, el autor tampoco se ve en la tesitura de tener que recrear la vida cotidiana de los dibujantes en esa época, a la manera en que lo ha hecho Paco Roca en El invierno del dibujante, obra de la que hay, ya desde el título, alguna referencia (¿paródica?) en la obra que comentamos. La maldición que persigue a Manuel Pardo le veta ingresar en ese Camelot de los comiqueros de la época. Eso sí: en el futuro habrá que informar al lector, en didácticas notas al pie de página, de la condición de ministros felizmente cesados de algunos nombres que se citan en el texto y que ya hoy son historia y tenemos medio olvidados en la hemeroteca de nuestra memoria.
Otra
elección estilística de Kiko da Silva que podría desconcertar al
lector, al menos al habituado a leer tebeos al uso, es la de insertar
en muchas páginas textos desprovistos de imagen. Pero, ¿cómo? ¿No
es el tebeo un medio autónomo, no disputa a la novela o el cine el
derecho a contar cualquier relato imaginable, ya haya surgido éste
en su seno, o haya sido importado a éste desde la mitología o la
literatura? ¿Por qué renuncia el autor a las viñetas para hacernos
oír la voz de su personaje Manuel Pardo? El uso de la primera
persona, o el hecho de que se trate de un relato dentro de un relato
no debería ser óbice para el uso de las convenciones narrativas del
medio. ¿No nos ha habituado acaso la novela gráfica a los relatos
en primera persona? Tal vez a la manera de esos novelistas modernos,
en la estela de W. G. Sebald, que tratan de difuminar la frontera
entre ficción y no ficción, e insertan fotos y documentos “reales”
en sus narraciones para conferirles un plus de verosimilitud, Kiko
recurre al texto exento de imágenes para romper la narración
secuencial mediante viñetas. El autor no sólo nos permite oír la,
llamésmole así, voz de la conciencia de Manuel Pardo, sino
que adjunta imágenes de papel de carta añejado por el tiempo,
sobres, carpetas o portadas del Diario de Pontevedra. Yo he de
confesar que como lector prefiero la novela novela, y el tebeo tebeo,
y que en el Ardalén de Miguelanxo Prado, por ejemplo, me
salté sin cargo de conciencia los añadidos no tebeísticos,
de los que la obra podía prescindir sin mayor pérdida. Pero en El
infierno del dibujante esa mezcla heterogéna de medios funciona
bien; después de todo, la propia obra se construye como un book
de artista, mediante acopio de materiales diversos.
Una plancha de El infierno del dibujante
Una plancha de El infierno del dibujante
Este
lector celebra que en una época como la nuestra que ya no discute el
estatuto artístico del tebeo, Kiko da Silva se haya incorporado al
debate contemporáneo sobre el original y la copia, la voz personal y
la tradición (que, dicho sea de paso, uno puede tragarse si
masticar, bajo al forma del collage, o bien digerirla con parsimonia
rumiante, hasta hacerla suya). Esto último es precisamente lo que ha
hecho Kiko. Si, como quiere Borges, cada escritor crea sus
precursores, el autor de El infierno del dibujante ha
conseguido que su mirada actual y un punto gamberra contamine en el
futuro las lecturas que los lectores hagan de Ibáñez o Bill
Waterson. Kiko no hace fanfiction con sus autores fetiche,
porque introduce cambios estilísticos y temáticos en los personajes
que recrea que transcienden (o transgreden) las claves estéticas y
argumentales de sus originales. Lo que ha hecho Kiko habría que
relacionarlo más bien con ese movimiento que en el campo del arte se
llama apropiacionismo, y que
consiste en apropiarse de imágenes ajenas para producir imágenes
que cabría calificar de “nuevas” al menos en cuanto a la
intención con que se crearon
o los significados que se le atribuyen. Como autor, Kiko no se
apropia de imágenes preexistentes, sino que reinterpreta en clave
personal personajes que han adquirido ya el estatuto de arquetipos.
Esa es precisamente una de las justificaciones del apropiacionismo:
la recontextualización de las creaciones originales y la
reivindicación de la autonomía del lector. Y ese es el
recordatorio que el autor de Bajo la sombra de las piedras
flotantes (que a buen seguro podrá prescindir de los trucos y
las mixtificaciones del apropiacionismo en su esperada novela
gráfica) nos hace a todos sus lectores: que la literatura, la
gráfica y la otra, es un sueño que sueñan el autor y sus lectores,
y que todos, sea cual sea nuestro grado de sofisticación, somos
reacreadores, o copartícipes, de los libros que consiguen atraparnos
en ese sueño compartido. Aunque me temo que esto lo dijo alguien ya
(¿Borges otra vez?), y que además de un infierno del dibujante, hay
otro al que van de cabeza los críticos...
Borges, autor del Quijote (Pierre Menard mediante)
Borges, autor del Quijote (Pierre Menard mediante)
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