viernes, 24 de julio de 2015

El infierno del dibujante    


A la espera de que llegue a las librerías su ansiada Bajo la sombra de las piedras flotantes, Kiko da Silva ha obsequiado a sus lectores, como una especie de anticipo a cuenta, con una historieta en la que homenajea a algunos de sus maestros, y que ha titulado El infierno del dibujante. Stendhal recomendaba entrar en sociedad batiéndose en duelo, por aquello de marcar territorio y agitar el cotarro; Kiko da Silva no ha escatimado riesgos como autor al hacer partícipes a sus lectores no de un tebeo al uso sino de un experimento metaliterario en toda regla. Podía muy bien haber esperado a publicar primero su novela gráfica, en construcción desde hace cinco años, y servirles a sus lectores más tarde, a modo de doble o nada, su propuesta metacomiquera. Después de todo, el lector medio de tebeos no es muy dado a los juegos metanarrativos, y entre la tortilla de mamá y una deconstruída se queda (con cebolla o sin ella: ése es otro debate) con la de toda la vida. Pues bien. Basta hojear El infierno del dibujante para advertir que se trata de un tebeo sobre tebeos. Ahí es nada. Manuel Pardo, el protagonista de la obra, es un dibujante de tebeos que padece una curiosa maldición: cada vez que crea un personaje otro autor se le anticipa publicándola primero y llevándose los laureles. Esto le sirve de pretexto a Kiko para trufar el cuerpo de su historieta de muestras apócrifas del quehacer de los autores que homenajea. Lo primero que se le viene a la cabeza al lector es que tiene entre manos un audaz y misceláneo ejercicio de estilo, pero el autor ha antepuesto a su obra, con oportunidad y pillería, un prólogo de Miguelanxo Prado en la que éste, muy pardianamente, se adelanta al lector al señalar que El infierno del dibujante es, lo dicho, un brillante ejercicio de estilo. Un ejercicio de estilos, sería más exacto decir. Así pues, como Miguelanxo ya deja sentado en el prólogo lo del ejercicio de estilo, y Carlos Portela hace lo propio en el epílogo, puestos a evitar la maldición que persigue a Manuel Pardo, a saber, la de ser epígonos de nosotros mismos, el lector debe tratar de ir un poco más allá de esa primera impresión que no vería en El infierno del dibujante nada más (y nada menos) que un brillante cuaderno de ejercicios tebeísticos. El lector, este lector, debe buscar esa lectura personal que sólo podría hacer él. Vamos allá.
Todo lo que hacemos, lo queramos o no, se nos parece. La copia nunca es perfecta; el margen de error, las diferencias idiosincráticas con las que emulamos lo que los maestros han hecho con estupefacta perfección, los juicios de valor inconscientes con los que filtramos lo que nos llega de la tradición, constituyen nuestro sello personal. De Bruguera a su admirado (y admirable) Miguelanxo Prado, pasando por las merecidas calas en la escuelas francesa y argentina, o clásicos contemporáneos como Germán García o Lewis Trodheim, Kiko da Silva nos acompaña en una visita guiada por la historia de la historieta en la que homenajea a algunos de los dibujantes que lleva en su ADN.

    Portada de El infierno del dibujante.

Hay que decir que en ese tour en el tiempo y en el espacio Kiko no se limita a reproducir los estilemas de los autores homenajeados. Kiko lleva a sus maestros (a la espera de la nueva voz que está ensayando en su novela gráfica) a su terreno, a saber, el de la crítica social, el sarcasmo, la escatología. Al contrario que el Pierre Menard borgiano (citado por Ángel de la Calle para adelantarse pardianamente a los críticos), que se impone el imposible de volver a escribir el Quijote, palabra por palabra, en pleno siglo XX, Kiko da Silva no pretende copiar literalmente a Ibáñez o a Bill Waterson. Las manos del Mortalelo dibujado por Kiko son y no son las que dibujaría Ibáñez; se parecen a las que hace Ibáñez, pero pasadas por el filtro de Kiko; el grosor de las líneas, los fondos, el aire que se respira en las viñetas tienen su sello personal. Eso sin entrar en los temas. La lectura que hace de todos los autores homenajeados es, digámoslo así, kikodasilviana. Lee con ellos nuestro presente o, más bien (por los años de gestación del tebeo: Zapatero y Bush mediante) nuestro pasado más reciente. Esto no deja de producir una cierta extrañeza en el lector. Al estar pegadas a la actualidad, las planchas en las que Kiko recrea a Mortadelo y Filemón o a Mafalda, por poner dos casos, el lector las atribuye directamente a Kiko da Silva y no a su personaje Manuel Pardo; parecen habérsele traspapelado de la carpeta donde guarda sus colaboraciones para El Jueves. Lo que se pierde en coherencia se gana en pegada periodística. Recrear las páginas que habría dibujado Manuel Pardo en los años 50, someterlas a los influjos culturales de la época y a las cortapisas de la censura, hubiera obligado a Kiko da Silva a un ejercicio de arqueología sin mayor interés para el lector común. Kiko se vale de un oportuno (y como todos ellos: cogido con alfileres) deux ex machina, a saber, la capacidad (o superpoder) de Manuel Pardo de vislumbrar el futuro y meter en sus tebeos cameos de personajes históricos décadas antes de que entren en escena y se conviertan en actores del presente. Como Manuel Pardo no llega nunca a profesionalizarse, el autor tampoco se ve en la tesitura de tener que recrear la vida cotidiana de los dibujantes en esa época, a la manera en que lo ha hecho Paco Roca en El invierno del dibujante, obra de la que hay, ya desde el título, alguna referencia (¿paródica?) en la obra que comentamos. La maldición que persigue a Manuel Pardo le veta ingresar en ese Camelot de los comiqueros de la época. Eso sí: en el futuro habrá que informar al lector, en didácticas notas al pie de página, de la condición de ministros felizmente cesados de algunos nombres que se citan en el texto y que ya hoy son historia y tenemos medio olvidados en la hemeroteca de nuestra memoria.
Otra elección estilística de Kiko da Silva que podría desconcertar al lector, al menos al habituado a leer tebeos al uso, es la de insertar en muchas páginas textos desprovistos de imagen. Pero, ¿cómo? ¿No es el tebeo un medio autónomo, no disputa a la novela o el cine el derecho a contar cualquier relato imaginable, ya haya surgido éste en su seno, o haya sido importado a éste desde la mitología o la literatura? ¿Por qué renuncia el autor a las viñetas para hacernos oír la voz de su personaje Manuel Pardo? El uso de la primera persona, o el hecho de que se trate de un relato dentro de un relato no debería ser óbice para el uso de las convenciones narrativas del medio. ¿No nos ha habituado acaso la novela gráfica a los relatos en primera persona? Tal vez a la manera de esos novelistas modernos, en la estela de W. G. Sebald, que tratan de difuminar la frontera entre ficción y no ficción, e insertan fotos y documentos “reales” en sus narraciones para conferirles un plus de verosimilitud, Kiko recurre al texto exento de imágenes para romper la narración secuencial mediante viñetas. El autor no sólo nos permite oír la, llamésmole así, voz de la conciencia de Manuel Pardo, sino que adjunta imágenes de papel de carta añejado por el tiempo, sobres, carpetas o portadas del Diario de Pontevedra. Yo he de confesar que como lector prefiero la novela novela, y el tebeo tebeo, y que en el Ardalén de Miguelanxo Prado, por ejemplo, me salté sin cargo de conciencia los añadidos no tebeísticos, de los que la obra podía prescindir sin mayor pérdida. Pero en El infierno del dibujante esa mezcla heterogéna de medios funciona bien; después de todo, la propia obra se construye como un book de artista, mediante acopio de materiales diversos.

                                                                Una plancha de El infierno del dibujante
Este lector celebra que en una época como la nuestra que ya no discute el estatuto artístico del tebeo, Kiko da Silva se haya incorporado al debate contemporáneo sobre el original y la copia, la voz personal y la tradición (que, dicho sea de paso, uno puede tragarse si masticar, bajo al forma del collage, o bien digerirla con parsimonia rumiante, hasta hacerla suya). Esto último es precisamente lo que ha hecho Kiko. Si, como quiere Borges, cada escritor crea sus precursores, el autor de El infierno del dibujante ha conseguido que su mirada actual y un punto gamberra contamine en el futuro las lecturas que los lectores hagan de Ibáñez o Bill Waterson. Kiko no hace fanfiction con sus autores fetiche, porque introduce cambios estilísticos y temáticos en los personajes que recrea que transcienden (o transgreden) las claves estéticas y argumentales de sus originales. Lo que ha hecho Kiko habría que relacionarlo más bien con ese movimiento que en el campo del arte se llama apropiacionismo, y que consiste en apropiarse de imágenes ajenas para producir imágenes que cabría calificar de “nuevas” al menos en cuanto a la intención con que se crearon o los significados que se le atribuyen. Como autor, Kiko no se apropia de imágenes preexistentes, sino que reinterpreta en clave personal personajes que han adquirido ya el estatuto de arquetipos. Esa es precisamente una de las justificaciones del apropiacionismo: la recontextualización de las creaciones originales y la reivindicación de la autonomía del lector. Y ese es el recordatorio que el autor de Bajo la sombra de las piedras flotantes (que a buen seguro podrá prescindir de los trucos y las mixtificaciones del apropiacionismo en su esperada novela gráfica) nos hace a todos sus lectores: que la literatura, la gráfica y la otra, es un sueño que sueñan el autor y sus lectores, y que todos, sea cual sea nuestro grado de sofisticación, somos reacreadores, o copartícipes, de los libros que consiguen atraparnos en ese sueño compartido. Aunque me temo que esto lo dijo alguien ya (¿Borges otra vez?), y que además de un infierno del dibujante, hay otro al que van de cabeza los críticos...

                                                                               Borges, autor del Quijote (Pierre Menard mediante)

No hay comentarios:

Publicar un comentario